martes, 18 de agosto de 2020

Blue Goat 21

 La tarde, de siesta pesada y agostera, no impidió la cita con el río. Su agua se deslizaba en láminas de plata engañosas, tensas y alisadas frente a los gansos inquietos. Las bandadas de gaviotas iban de aquí para allá sin encontrar certeza en ninguna orilla. Hice algunas fotos, a la faz del río, al alargado cuello de las ánades, al contraluz de la horizontal de la ribera con esas volutas sugerentes y sin interrupción, perdidos los distintos verdes en el forzado objetivo de la cámara.


 Se levantó una nube grande, desvaída, de tinte amarillento, como abrazándose al aire aún caliente --apartando los cúmulos que la habían precedido. Se levantó cómo un gigante que poco a poco se estira tras dormir la siesta y brama de placer en un mundo que es sólo suyo; se tintó la bajura de grises densos, ramalazos de lluvia aún lejanos. 

Podrías apartar la tormenta— me dice H. –todavía quedan tomates por recoger.

Sacudo el brazo como despejando el monumental coloso que se abalanza y sólo consigo agitar una  ráfaga que sacude las ramas de los álamos del fondo del huerto, espantando unos cuervos que habían buscado allí refugio. En la algarabía de las aves se arremolinan las primeras gotas. A continuación la tormenta descarga arrebujada de voces y relámpagos. Cometiendo todas las imprudencias, escapamos hasta dar con nuestros seres ya escaldados en el hangar del club de piragüismo.

Esto es una señal —me digo—, el río me está esperando.


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