Iba tan a lo mío que ni siquiera paré a mirar el mapa. El coche nuevo, un Fíat Panda, apenas gastaba gasolina --este fue uno de los condicionantes de su compra--, me sentía culpable de quemar hidrocarburos, sólo la imperiosa necesidad de reunirme con el amor me empujaba a recorrer la distancia. Era la única justificación y, aún así, cada litro de gasolina quemado pesaba en mi conciencia, conocedora del desastre que se avecinaba.
Sí, era la última centuria para la especie humana. No se trataba de un presentimiento, es la conclusión lógica del análisis de los datos, perfectamente accesibles a cualquiera. Esos datos decían que para el verano del 2030 no habría hielo polar en el casquete Norte.
Le había dicho a una amiga, allá sobre el año 2000: ¡María qué nos quedamos sin hielo¡ No te preocupes, contestó, tengo mucho en el frigorífico.🙈🙈🙈😱😱😱
Mientras, cruzaba París atravesando las entrañas de la ciudad por un sin fin de túneles copados de veloces vehículos que no podían rodar a más de cinco quilometros por hora dada la tremenda densidad del tráfico. Cientos de motoristas suicidas serpenteaban esquivando espejos retrovisores y maldiciones invisibles.
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