viernes, 26 de junio de 2020

Blue Goat 0

 El miércoles se levantó apretado de nubes preñadas de azul, gris y probable lluvia. Llevaba ya varios días preparando el viaje, casi con todo listo, las maletas silenciosas junto a la puerta, el perro que no sabía bien que iba a pasar aunque andaba agitado de aquí para allá siguiendo mis pasos y traspies con la mirada inocente de unos ojos grandes y castaños,  casi sin parpadear. Alex, el nombre el perro, presentía. Él siempre intuye, es el conocimiento magnífico de la raza perruna que interpreta, sin vueltas y con poco error, lo que ocurre en su entorno.

 El pronóstico del tiempo había dado tormentas, seguro que me pillaban a la altura de Vitoria. El plan, mi plan conmigo misma, era salir el jueves muy temprano, hacer el viaje en dos etapas; pararía a la altura de Poitiers que venía a ser la mitad del camino. Organizaba las camisetas, con siete tendría suficiente, los pares de zapatos sólo tres. No tenía por cierto nada, sí el viaje era para un par de meses o para una semana. En realidad viajaba hacia lo desconocido, como siempre se viaja por más que haga previsiones barométricas la página del tiempo en la web.
Sólo eran las diez de la mañana, los músculos ya estaban dispuestos, como sí tuviera que ir andando y no en vehículo. La cabeza a mil quilometros de distancia, la impaciencia creciendo: ¡nos vamos ya, Alexovich!, digo, mirándole con la felicidad de estar tomando una decisión afortunada.

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